Jeremías era
huachicolero, como casi todos en esa pobre región; llenaba cubetas de gasolina
y las vertía en tres tambos que guardaba celosamente dentro de su casucha de
madera y lámina de cartón, para que nadie le robara lo que le había costado
tanto esfuerzo recolectar.
Él, su esposa María y
su hijo mayor, de seis años, llevaban la gasolina en cubetas a los tambos,
desde un ducto agujerado, adonde iban por las noches, para no tener
que formarse en el día, pues todos los vecinos iban en el día; sus otros dos niños,
una de cuatro y uno de dos se quedaban en casa.
El niño cargaba dos latas de un litro, y hacía sólo un viaje ya era bastante peso para su corta edad y tan larga distancia; sólo lo llevaban, porque el insistía en ayudar. Jeremías cargaba dos cubetas de veinte litros y María dos de diez; ellos hacían cinco viajes completos y uno más con las cubetas a la mitad. Muy temprano pasaba la pipa a comprarles lo que habían recolectado de gasolina.
Mantenían la ventana
casi siempre abierta para que la casa se ventilara y no oliera tanto a
gasolina, el ducto estaba como a kilómetro y medio de su casa; esta última
ubicada en las afueras del pueblo y frente a la carretera; al otro lado de la
misma vivía un anciano al que llamaban el ermitaño, porque nadie lo acompañaba.
Aquella noche, mientras los padres y el hijo mayor hacían su primer viaje por gasolina, la
pequeña de cuatro años sintió hambre.
Diariamente había
visto a su madre cocinar, así que pensó que ella también podría hacerlo. Subió
a una silla para alcanzar la mesa en que estaban los huevos y la alacena en que
estaban el aceite y la sartén.
En la sartén puso
aceite y dos huevos y los llevó a la estufa, tuvo que dejar la sartén en el
piso, mientras iba, por otra silla, para alcanzar, ahora, la parte de arriba de la estufa,
finalmente logró subirla.
Recordó que su mamá la
prendía con cerillos, así que regresó a la alacena, prendió uno y caminó hacia
donde tenía la sartén, pero el cerillo se iba consumiendo en su mano, la quemó
y lo soltó, el piso comenzó a arder en el acto.
La niña empezó a
gritar. – ¡Mamá! ¡Mamá! ¡Papa! ¡Hermano! – El bebé despertó y comenzó a
llorar, pero la familia estaba muy lejos para oír.
Quiso la suerte que
el llamado ermitaño recién bajado del autobús, que lo traía a casa de regreso
del trabajo, oyera los gritos y alcanzara a ver la luz de las llamas en la
casa.
Conocía los hábitos de
los vecinos, así que sabía que los pequeños estaban solos; logró llegar a
tiempo para sacar a los dos de la casucha y alejarse suficiente para que la
explosión de los tambos no los alcanzara.
Pocos minutos después
de la explosión llegó la familia corriendo. Agradecieron al hombre por su
oportuna intervención; él les ofreció asilo en su casa mientras volvían a
construir la suya.
Después de aquello
decidieron no volver a traficar con el combustible, el anciano les enseñó a
tallar el palo fierro para hacer figuras y cambiaron su giro de huachicoleros
por el más honrado y más seguro de artesanos.
Ray Manzanárez (14-3-2021)