Todos los días tuvo cambios, unas
veces para bien, otras para mal, pero la soberbia fue desapareciendo, poco a poco,
muy poco a poco; en setecientas vidas, en el lapso de un año cósmico.
Su alma se perfeccionó, el
espíritu logró su propósito, ya no fue necesaria una mezcla de cromosomas que
le diera un cuerpo nuevo.
Ya nada le dolía, nada había
que sobarse, todas las heridas habían desaparecido y no había en donde recibir
más.
Lejos, muy lejos habían
quedado los enemigos de todas sus vidas, no era ya necesario realizar operación
alguna para garantizarse la permanencia.
Reposó mil años, ningún sonido le molestó, ninguna
luz, ningún ser, nada.
Al despertar se dio cuenta de que podía crear
lo que quisiera, era gobernador de sí mismo. Así que hizo su propio big bang,
engendrando un nuevo universo; no tenía prisa: Ya era un Dios.
Ray Manzanárez (21-3-2021)